LEYENDAS Y CUENTOS
DE LA INDIA

Libro

El hijo de las siete reinas

Había una vez un rey que tenía siete reinas, pero no tenía ningún hijo. Esto Le causaba mucho dolor, sobre todo cuando recordaba que a su muerte no habría un heredero para su reino.

Un día ocurrió que un anciano y pobre fakir llegó al reino, y cuando llegó dijo, «Tus plegarias han sido escuchadas y tus deseos serán cumplidos, ya que una de tus siete reinas tendrá un hijo.» El gozo y la alegría que le proporcionó esta promesa no tenían límites, y dio órdenes para que se realizara una fiesta apropiada que comprendiera todo lo ancho y largo de su reino.

Mientras tanto las siete reinas vivían muy lujosamente en un espléndido palacio, atendidas por cientos de criadas, y recibiendo todos los placeres más suculentos.

El rey era muy aficionado a la caza, y un día, antes de partir, las siete reinas le mandaron un mensaje que decía, «Rogamos a nuestro querido rey que hoy no vaya a cazar por la zona norte, ya que hemos tenido malos sueños, y tememos que algo pueda ocurrirle.»

El rey, para acallar y aliviar la preocupación de las reinas, prometió considerar sus deseos, y se dirigió hacia el sur. No tuvo suerte en el sur, a pesar de que era un buen cazador. La cacería no tenía éxito y no estaba dispuesto a volver a casa con las manos vacías, olvidando así su promesa.

El rey se dirigió hacia el Norte. En el norte tampoco tuvo suerte al principio, pero justo en el momento que decidió parar para descansar y pasar la noche, una cierva blanca con cuernos dorados y brillantes pezuñas plateadas pasó cerca de unos matorrales.

La cierva pasó tan rápido que apenas pudo verla; sin embargo le entraron unos deseos muy grandes de capturarla y poseer esa bella y extraña criatura. Rápidamente ordenó a todos sus ayudantes a hacer un círculo y rodear los matorrales. Así podrían encerrar a la cierva. Así pues, poco a poco hicieron el círculo más pequeño hasta intentar llegar un momento que pudieran ver a la cierva en el centro. Y avanzaron y avanzaron, y justo cuando él pensaba que iba a atrapar a esta bella criatura, la cierva dio un potente y limpio salto sobre la cabeza del rey, y escapó hacia las montañas.

TulipanesNo pensando en otra cosa, el rey colocó las espuelas a su caballo, y le persiguió a toda velocidad. Y cabalgó dejando cada vez más lejos a todo su séquito, y no perdiendo de vista a la cierva sin frenar en ningún momento a su caballo. Hasta que se encontró en un estrecho barranco sin salida, y fue cuando tiró de las riendas de su caballo. Antes de desmontar vio un miserable cuchitril, al cual entró y pidió agua, ya que estaba muy cansado después de su larga y poca exitosa persecución.

Una vieja mujer, que estaba sentada en la choza junto a una rueda de hilar, respondió a esta solicitud llamando a su hija. Inmediatamente salió del interior de la choza una hermosa, bella y encantadora doncella, con piel clara y cabellos dorados. El rey se quedó paralizado viendo tanta belleza en ese cuchitril.

Ella sujetó la vasija de agua colocándola en los labios del rey, y éste bebió mientras miraba a los ojos de la muchacha. Cuando la miraba se dio cuenta que la muchacha era en realidad la cierva blanca con los cuernos dorados y las pezuñas plateadas, aquella que había estado persiguiendo desde tan lejos.

Su belleza le hechizó, se arrodilló ante ella, suplicándole que fuera con él y que fuera su esposa; pero ella sólo reía, diciendo que siete reinas son más que suficientes para ser manejadas incluso por un rey. De cualquier modo, el rey no estaba dispuesto a aceptar una negativa, y le siguió implorando hasta que le diera pena, y prometiéndole cualquier cosa que quisiera. Entonces ella le respondió, «Dame los ojos de tus siete reinas, y así quizá pueda creer todo lo que estás dispuesto a hacer por mí».

El rey volvió siempre con la imagen en su cabeza de la belleza mágica de esa cierva blanca. Y nada más llegar, les sacó los ojos a las siete reinas, y después de meter a las reinas ciegas en una asquerosa mazmorra donde no podían escapar, se dirigió una vez más hacia la casucha del barranco portando con él su horrible ofrenda. Cuando la cierva blanca, o la hermosa muchacha, vio los catorce ojos se rió cruelmente, y los utilizó para hacer un collar, que puso en el cuello de su madre diciendo, «viste este collar, querida madre, como un recuerdo de mi mientras estoy en el palacio del rey.»

Entonces ella volvió con el hechizado monarca, como su novia, y él le dio todas las caras ropas y joyas de las siete reinas para que se vistiera con ellas. Le dio también el palacio de las siete reinas para que viviera en él, así como todos los esclavos que tenían las siete reinas para que ahora le cuidaran a ella. Así pues, la bella muchacha tenía más de lo que incluso una bruja pudiera desear.

Después, al poco tiempo de que las siete desdichadas y desventuradas reinas les fueran arrebatados sus ojos, y fueran introducidas en las mazmorras, un bebé había nacido de la reina más joven. Era un niño precioso, y las otras reinas estaban celosas teniendo mucha envidia de la joven reina por ser tan afortunada. Pero aunque al principio no querían al precioso niño, él pronto probó que podía ser muy útil. Tan pronto como pudo andar comenzó a raspar en las paredes llenas de barro de la mazmorra, y en un tiempo increíblemente corto había hecho un agujero suficiente para que pudiera pasar él gateando. Así pues, a través del agujero desapareció, y volvió en una hora cargado de dulces que repartió entre las siete reinas ciegas.

Cuanto más crecía más agrandaba el agujero, y salía dos o tres veces cada día para jugar con los niños nobles de la ciudad.

Nadie sabía quien era este pequeño niño, pero todo el mundo le quería, y siempre estaba riéndose y haciendo payasadas y numeritos, tan alegres y brillantes, que siempre estaba seguro que conseguiría comida, algún trozo de tarta, algún puñado de cereal seco o algún dulce. Todo lo que conseguía lo llevaba donde sus siete madres, a las cuales él llamaba cariñosamente las siete reinas ciegas y a las que ayudaba a vivir en aquella mazmorra cuando todo el mundo pensaba que habían muerto de hambre algunos años atrás.

Más adelante, cuando él fue ya un muchacho mayor, cogió su arco y su flecha, y salió a jugar un rato. En el camino pasó por casualidad por delante del palacio donde vivía la cierva blanca con mucha opulencia y riqueza. Vio algunas palomas revoloteando alrededor de una torre blanca de mármol, y disparó la flecha y mató a una. Cuando la paloma fue alcanzada pasó por delante de la ventana donde estaba sentada la reina blanca; ella se levantó para ver que pasaba y miró hacia fuera. Al primer vistazo, en cuanto vio al guapo joven muchacho saludando con la mano, supo, gracias a la brujería, que era el hijo del rey. Ella casi murió de envidia y rencor al darse cuanta de esto. Y decidió destruir y deshacerse del muchacho sin demora. Por tanto mando a un sirviente para que le trajera en su presencia, y ella le preguntó si podría venderle la paloma que había disparado.

«No» respondió el fuerte muchacho, «la paloma es para mis siete madres ciegas, que viven en las malolientes mazmorras y que podrían morir si no les llevo alimento.»

«Pobres mujeres» lloró la astuta blanca bruja; «¿No te gustaría llevarles sus ojos otra vez? Dame la paloma, querido, y yo te prometo de verdad enseñarte donde podrías conseguirlos.»

Al escuchar esto, el muchacho se llenó de alegría, y le dio la paloma inmediatamente. Con lo cual, la blanca reina le dijo que buscara a su madre que vivía en una casucha sin tardanza, y le pidiera los ojos que ella usaba como collar.

«Ella no querrá dártelo sin más» le dijo la cruel reina, «si no le enseñas este mensaje donde he escrito lo que quiero que haga.»

Y diciendo esto, ella le dio al muchacho un trozo de una vasija rota, donde estaba escrito lo siguiente «¡Mata al portador de esta vasija inmediatamente, y rocía su sangre como si fuera agua!»

Como el hijo de las siete reinas no sabía leer, cogió muy alegre el fatal mensaje, y partió en busca de la madre de la reina blanca.

Mientras se encontraba en camino pasó a través de una población, donde todos sus habitantes parecían muy tristes, y no pudo evitar preguntarles la razón de su tristeza. Ellos le dijeron que era porque la única hija del rey se negaba a casarse; y si no lo hacía no habría ningún heredero al trono. Ellos estaban realmente asustados y pensaban que seguro que estaba loca o fuera de si. Le han presentado a todos los muchachos jóvenes y guapos del reino, y ella dice que solo se puede casar con el hijo de las siete madres, y debe estar loca, porque ¿Quién puede decir una cosa así? Eso es imposible. El rey, en su desesperación, ha ordenado que todos los hombres que entren en la ciudad, y sobre todo a aquellos que anden buscando los ojos de sus madres, tenían que arrastrarse hasta la presencia de él y de su hija.

Tan pronto como la princesa le vio, se ruborizó, y se dirigió hacia su padre y le dijo, «¡Querido padre, elijo a éste!»

Nunca nada le había producido tanto júbilo y alegría como esto.

Los habitantes de la población estaban locos de alegría, pero el hijo de las siete reinas dijo que no podría casarse con la princesa hasta que no recuperara los ojos de sus madres. Cuando la hermosa novia oyó la historia que le contó, le pidió le enseñara la vasija rota con el mensaje. Esta princesa era muy inteligente. Al ver las palabras traicioneras no dijo nada, pero cogió otro pedazo de vasija rota que ella tenía y escribió lo siguiente, «Cuida bien a este muchacho, y dale todo aquello que te pida», y se lo devolvió al hijo de las siete reinas, quien no se dio cuenta del cambiazo.

Después de reanudar el camino, llegó al cobertizo en el barranco donde vivía la madre de la bruja blanca, era una criatura horrorosa, que se quejó terriblemente cuando el muchacho le dijo que leyera el mensaje, y especialmente se quejó cuando el muchacho le pidió el collar con los ojos. Sin embargo, ella se quitó el collar y se lo dio diciendo, «Sólo hay trece de ellos, ya que uno lo perdí las semana pasada.»

El muchacho estaba muy contento por haber conseguido esos, y dándose prisa, tanto como pudo, llegó hasta donde estaban las siete madres, y les dio dos ojos a cada una de las reinas mayores; pero, a la más joven le dio sólo uno, y le dijo, «¡Querida madrecita! Yo seré siempre en ojo que te falta.»

Después de esto se dispuso para casarse con la princesa tal y como había prometido, pero pasando cerca del palacio de la reina blanca, él vio otra vez algunas palomas en el tejado. Entonces le disparó a una, y cayó tambaleándose pasando por la misma ventana que la última vez. La reina blanca se asomó por esa ventana, y vio que era otra vez el hijo del rey vivo y sano.

Ella se puso a llorar con rabia y disgusto, pero hizo llamar al muchacho, y le preguntó que como había regresado tan pronto, y cuando escuchó que había regresado con trece ojos y que se los había dado a las siete reinas ciegas, a punto estuvo de entrar en cólera. No obstante ella le hizo creer que estaba muy contenta con el éxito del muchacho, y le dijo que si esta vez le daba también la paloma ella le recompensaría con la maravillosa vaca del Jogi, que da leche durante todo el día, y se encuentra cerca de un estanque de leche tan grande como muchos reinos. El muchacho, sin poner resistencia, le dio la paloma; con lo cual, al igual que ocurrió anteriormente, ella le ofreció ir donde su madre y pedirle a ella la vaca, y le dio un mensaje donde ponía, «Mata a este muchacho, sin fallos, y ¡esparce su sangre como si fuera agua!»

Pero en el camino de ir hacia donde la madre de la malvada, el muchacho se juntó con la princesa, y le explicó porqué se había retrasado, y ella, después de leer el mensaje se lo cambió por otro. Así pues, cuando el muchacho llegó donde la casa de la vieja bruja le preguntó por la vaca del Jogi, y ella no se pudo negar, y le explicó al joven como encontrarla; y le sugirió no tener miedo de nada, tampoco de los dieciocho mil demonios que guardan el tesoro. Le dijo que se alejara de ellos cuando sintiera que se estaban poniendo demasiado enfadados.

Entonces el muchacho hizo con valor todo aquello que le habían dicho. Y después de una jornada caminando llegó hasta el estanque de blanca leche guardada por los dieciocho mil demonios. Era completamente aterrador contemplar ese lugar, pero lleno de coraje, se puso a andar mientras silbaba una bonita melodía y miraba de reojo hacia un lado y hacia el otro. Hasta que poco a poco llegó hasta donde estaba la vaca del Jogi. Era alta, blanca, y muy bella. El Jogi, que era el rey de todos los demonios, le ordeñaba día y noche, y la leche salía de las ubres llenando un depósito de blanca leche.

El Jogi, mirando al muchacho le gritó muy enfadado, «¿Qué es lo que quieres aquí?»

Entonces el muchacho le contestó, según le había dicho la vieja bruja, «Quiero tu piel, para que el rey Indra pueda hacerse un tambor, ya que dice que tu piel es muy buena y resistente.»

Al escuchar esto el Jogi empezó a temblar y a sacudirse (ningún Jogi o Jinn se atrevería a desobedecer las ordenes del rey Indra), y cayó a los pies del muchacho, y se puso a llorar diciendo, «Si me dejas y dices que no me has encontrado te daré cualquier cosa que posea, ¡incluso mi hermosa vaca blanca!»

Después de esto el hijo de las siete reinas, y después de fingir indecisión, estuvo de acuerdo diciendo que después de todo no sería difícil encontrar una bonita piel resistente como la del Jogi en cualquier otro lugar; así pues, se dirigió hacia casa con su maravillosa vaca detrás suyo. Las siete reinas estaban encantadas con poseer tan maravilloso animal, y trabajarían desde la mañana hasta la noche haciendo requesón, cuajada y suero, además de vender leche a las pastelerías. Aunque sólo utilizaran la mitad de la leche que la vaca les de, eso les haría ser muy ricas, y cada día su riqueza aumentaría.

Viendo que las siete reinas se encontraban muy bien, y que podrían arreglárselas solas, el hijo salió para por fin casarse con la princesa; pero cuando pasó por el palacio de la cierva blanca, no pudo resistirse a tirarle una piedra a las palomas que estaban arrullando en el tejado. Una de ellas cayó muerta justo debajo de la ventana donde estaba sentada la reina. La reina se asomó y miró hacia fuera, y vio al sano y campechano muchacho de pie delante de ella. Se puso tan furiosa como nunca, llena de cólera y rencor.

Mandó a un súbdito para que le llevara a su presencia para preguntarle como había vuelto tan pronto, y cuando ella escuchó como su madre le había tratado tan amablemente casi le da un ataque; de cualquier modo, ella disimuló sus sentimientos tanto como pudo, y sonriendo dulcemente, dijo que estaba muy contenta por haber podido cumplir su promesa, y que si le daba esa tercera paloma que había cazado, ella podría hacer por él mucho más de lo que había hecho antes, le daría un millón de semillas de arroz, que madurarían en una noche.

Por supuesto, el muchacho estaba maravillado con esa idea. Le dio la paloma, y se puso en camino en busca de esas semillas, e igual que anteriormente con un pedazo de vasija rota donde había un mensaje que decía, «No falles esta vez. Mata al muchacho, y derrama su sangre como si fuera agua!»

Y cuando el muchacho fue a ver a la princesa, ésta como había hecho antes, sustituyó el mensaje por uno que decía, «Al igual que antes, da a este muchacho todo lo que desee, su sangre será como nuestra sangre!»

Ahora, cuando la bruja vio esto, y escuchó como el muchacho quería un millón de semillas de arroz que maduraban en una sola noche, se sintió tan furiosa que entró en cólera, pero sintiendo miedo de su hija, controló esa cólera, y ofreció al muchacho ir y encontrar el campo de arroz guardado por dieciocho millones de demonios, diciéndole que tuviera cuidado y que no mirara hacia atrás después de haber cogido la espiga más larga de arroz, la cual crece en el centro del campo.

Así pues el hijo de las siete reinas partió, y muy pronto encontró ese campo donde dieciocho millones de demonios guardaban millones de semillas de arroz. El muchacho andaba valientemente, sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda hasta que alcanzó el centro y arrancó la espiga más larga. Cuando volvió para dirigirse a casa escuchó detrás de él miles de dulces voces, que lloraban y que decían, «¡Arráncame a mi también, oh, por favor, arráncame a mi también!», entonces el muchacho miró hacia atrás, y vio algo sorprendente, ya no quedaba nada allí excepto un pequeño montón de cenizas.

El tiempo pasaba y el muchacho no regresaba. La vieja bruja estaba intranquila porque recordaba el mensaje «su sangre será como nuestra sangre»; así que partió también en dirección al campo para ver que había pasado.

Tan pronto como llegó cerca del montón de cenizas, y conociendo bien su oficio, cogió un poco de agua, y amasando las cenizas con el agua, hizo una pasta con la forma de un hombre; luego, se pinchó su dedo meñique, y una gota de sangre que le salió la untó en la boca del hombre, e instantáneamente el hijo de las siete reinas se levantó y se sintió mejor que nunca.

«No vuelvas a desobedecer mis órdenes otra vez», refunfuñó la vieja bruja, «o la próxima vez te dejaré sólo. Ahora lárgate, antes que me arrepienta de mi bondad!»

El hijo de las siete reinas volvió lleno de alegría a ver a sus siete madres, quienes con la ayuda del millón de semillas de arroz, pronto se convertirían en las personas más ricas del reino. Luego celebraron la boda de su hijo con la inteligente princesa a todo lo grande; pero la novia, ahora su mujer, era tan inteligente y observadora, que no podía descansar hasta no informar al padre de su marido la existencia de su hijo, y castigar a la malvada bruja blanca. Así pues mandó que su marido construyera un palacio igual que el de la bruja. Y cuando estuvo todo preparado pidió a su marido que dieran una gran fiesta en honor al rey, el padre de su marido. A este rey le habían llegado noticias de la existencia del misterioso hijo de las siete reinas, y su maravillosa riqueza, tenía mucha curiosidad, por lo tanto aceptó la invitación; pero cual fue su sorpresa cuando entrando al palacio lo encontró todo igual que el suyo, hasta el más mínimo detalle. Y cuando su anfitrión, ataviado con lujosas ropas, le condujo hasta la sala privada, vio sentadas en sus tronos a siete reinas, vestidas igual que la última vez que las había visto. Se dirigió hacia ellas y se arrodilló ante sus pies. Entonces le contaron al rey toda la historia. El rey, en ese momento, despertó del encantamiento, y su ira creció muchísimo contra la malvada cierva blanca que le embrujó durante tanto tiempo. Era tanta su ira que no pudo contenerse y fue donde ella y la mató.

Después de esto, las siete reinas volvieron a su reino y a su espléndido palacio, y todo el mundo vivió feliz y contento.

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